La Condena Común

Por Eli Siegel

Él nunca se expresó. —Matthew Arnold sobre Thomas Gray

Si juzgamos por la historia, estamos condenados a no mostrar nuestros sentimientos; no darlos a conocer. Han existido muchas, muchas personas que han vivido vidas más bien largas y que han participado en muchas conversaciones; que aún así, no han mostrado lo que había en sus mentes, los sentimientos que verdaderamente tenían. Cuando la gente no puede mostrar sus emociones, está desilusionada y resentida. Por lo tanto la desilusión y el resentimiento han sido cosas importantes en la historia social; que quiere decir la historia de los individuos.

Existen tres razones grandes que están íntimamente relacionadas, por las cuales la gente no ha mostrado sus sentimientos. La primera es que los sentimientos son difíciles de conocer; no conocemos un sentimiento solamente por tenerlo. La segunda es que existe una especie de triunfo o satisfacción en no mostrar los sentimientos que posiblemente conozcamos-en hacerlos nuestra propiedad secreta. La tercera es que la gente no ha estado adecuadamente interesada en ver, completamente, cómo nos sentimos.

Hoy día, ya está bastante aceptado que somos tan desconocidos a nosotros mismos como cualquier otra cosa lo puede ser. Tal vez no conozcamos la mente de George Washington o Stendhal o Cleopatra, pero tal vez tampoco conozcamos suficientemente bien nuestra propia mente, o el Yo. La frase que se usaba tanto referente a nuestra mente-“el continente oscuro”-no se oye tan a menudo en estos días, pero la verdad de la frase aún perdura. Conocernos a nosotros mismos es difícil; y decir exactamente qué es lo que sentimos, por lo tanto, es difícil. Una persona que sabe exactamente lo que siente es tan rara como una persona que sabe completamente tanto el sánscrito como el jazz. Además, tenemos miedo de conocer nuestros sentimientos; no sabemos lo que nos espera. Así que con la dificultad y la desinclinación en conocer nuestros sentimientos, pasamos nuestras vidas alejados de lo que está en nuestras mentes; de lo que totalmente sentimos sobre cosas específicas, sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Esto quiere decir que la condena sobre la que he hablado, está en proceso: el no conocer nuestros propios sentimientos, por cierto, no ayuda a que otros los conozcan.

He mencionado la desinclinación en conocer nuestros sentimientos porque tememos el resultado. El temor es un motivo importante. Pero también existe un triunfo en mantener nuestros sentimientos fuera de circulación, aún hasta de nosotros mismos. Además, existe un triunfo en reservarnos los sentimientos que tal vez conozcamos. El ocultarnos, sin saberlo, lo igualamos con la individualidad: mientras más ocultamos, más nos parece que estamos estableciendo nuestra propia personalidad, resistiendo la intrusión molesta, más bien repelente, de otras cosas dentro de nosotros mismos. El deseo de ser secreto es algo profundo en el niño y en el adulto. A través del secreto, podemos desafiar al mundo y engañarlo. Esto es atractivo a esa tendencia profunda, aunque falsa y maligna, que todos tenemos hacia la autonomía o separación. Al suceder esto, es aún más difícil que nuestros sentimientos sean vistos.

Sin embargo, aunque existe un triunfo en mantener nuestros sentimientos apartados de la existencia exterior, la situación es triste. Con nuestro triunfo nos volvemos solitarios. Nuestro logro es nuestra limitación. Y, aún con nuestro triunfo, estamos desilusionados; nos sentimos un fracaso; nos sentimos frustrados. Existe cierta relación entre la afirmación de la vida y el deseo de ser conocidos tal como somos; así que si no se honra este deseo, se interfiere con el estar vivo. No sólo vivimos en nuestras mentes, sino también en las mentes de otros; nuestras mentes, para su existencia completa, dependen de ser comprendidas por otras mentes en una forma justa, bella. Si esto no ocurre, hay desdicha.

En tercer lugar, la gente no está muy interesada en conocernos. Es verdad que no pedimos suficientemente que lo haga; pero en cualquier momento, el deseo por parte de la mayoría de la gente de conocer los sentimientos de otros es más bien desganado e impuro; pues cuando existe el deseo de conocer, es con el propósito de usar a una persona, y no con el propósito de conocer a esa persona, de manera que así, el que está conociendo sienta que su comprensión es más grande, su experiencia de la realidad más profunda; su orgullo en su propia existencia más seguro.

Por lo tanto, hay poco entusiasmo en lo que se refiere a mentes conociendo mentes, gente conociendo gente. Hasta ahora en la historia, individualidad ha significado que se limite el interés en otros ejemplos de individualidad. Existe mucha falsedad al respecto; la gente actúa como si estuviera interesada en conocer a otros, pero ese interés no podría pasar un examen rígido, comprensivo.

Así es que hay muchas madres reposando en sus tumbas, cuyos sentimientos no fueron conocidos por sus hijos o hijas. Esposos yacen en sus sepulcros, cuyos sentimientos no fueron conocidos por sus esposas. Esposas desconocidas por sus esposos también yacen en reposo en todas partes del mundo. Es muy desilusionante.

En los ejemplos más grandiosos de la literatura, sentimos que conocemos a alguien o algo (la diferencia entre conocer a una persona y una cosa no es tan grande como tal vez se suponga). Cuando conocemos a otra persona, nos encontramos con otra manera de ver al mundo. Esta puede darle forma a la nuestra. Cuando sentimos que nuestra propia manera de ver al mundo es vista por otra persona, en ese caso, también, la manera de ver al mundo que tiene esa otra persona es animada a tomar más forma. Una gran ventaja en conocernos a nosotros mismos honestamente, es que tenemos una idea de cómo otra persona se sentiría si nos conociera. De cualquier modo, podemos usar las manifestaciones de otra persona, aun cuando no provengan de un conocimiento adecuado de nosotros, o no estén acompañadas de un conocimiento adecuado, como un medio para conocemos mejor a nosotros mismos.

El Yo quiere ser un objeto. Participa, pero quiere que se participe en él. El conocimiento lo ayuda. El Yo es una realidad para ser conocida. Si este conocimiento no se lleva a cabo, la condena común y profunda que he mencionado ocurre.

Nuestro deseo de ser elogiados, tan común y frecuentemente tan dañino, es en realidad un substituto de nuestro deseo de ser conocidos tal como somos. Es evidente que si somos elogiados y no sentimos que somos conocidos, ese elogio no nos puede satisfacer. Es verdad que la mayoría de la gente parece preferir ser elogiada sin ser conocida, a ser conocida sin ser elogiada; no obstante, nuestro deseo más grande es ser conocidos primero. Si somos elogiados sin ser conocidos, no importa cuán intenso y múltiple el elogio pueda ser, no nos sentimos enteramente vivos. El ser confundido por otra persona, no es modo de sentir que somos nosotros los que estamos vivos.

Esta es la razón por la cual autores, pintores, compositores, actores, y otros, frecuentemente no han aceptado los elogios que han recibido muy felizmente. No les fue posible ver que el elogio era completamente de ellos mismos. Lo aceptaron, por cierto, pero la aceptación no fue completa. Cualquiera que nos elogie sin conocernos, confunde nuestro Yo fundamental. El ser conocido es ser visto en relación a todas las cosas: y cuando podemos ver nuestra relación a todas las cosas, tenemos una buena opinión de nosotros mismos. El propósito mayor de toda persona es llegar a ser lo que uno es, completamente, a través de hacer relaciones exactas entre lo que uno es y todas las otras realidades.

El poder mostrar nuestros sentimientos y hacer que sean vistos, es la expresión completa. En ciertas situaciones específicas, importantes o extrañas, no nos podemos expresar; pero existe una insuficiencia de expresión que es constante. A una temprana edad llegamos a la conclusión de que no somos vistos correctamente, y nos parece que nunca lo seremos. Así que nos acomodamos a esta situación. Es una tragedia básica, aburrida. A la larga, no es necesaria. 

No luchamos lo suficiente por dar a conocer nuestros sentimientos. Somos como Gray, el poeta del siglo XVIII, de quien Arnold dice tan frecuentemente en el ensayo sobre él: “El nunca se expresó”. Los cementerios están repletos de gente que nunca se expresó. Por las calles de todo el mundo, camina gente que nunca se expresa.

Algunos de los versos más bellos de Shakespeare son sobre los sentimientos de una persona que no son vistos. Viola en Twelfth Night (Epifanía, o Lo que queráis) (II.4) describe a una mujer no apreciada, o no amada:

Ella nunca declaró su amor, sino que ha dejado su secreto, roer sus mejillas adamascadas, como gusano en un capulla en flor.

Se consumía en pensamiento, y con una melancolia verde y amarilla, se sentaba, como la paciencia en un monumento, sonriendo al dolor.

Podemos presumir que la mujer aquí no quería que sus sentimientos, o que ella misma, fueran conocidos enteramente. Hay algo admirable sobre el modo tranquilo, no obstante sufrido, con que ella acepta el ser vista mal. Pero en realidad, no podríamos amar a una persona que no quisiera vernos en forma justa. De alguna manera, colaboramos con la persona que no nos está viendo verdaderamente. Tal vez no vemos cómo lo hacemos, pero el dolor que sentimos al no ser apreciados por alguien viene, en parte, porque no queremos ser conocidos enteramente.

     Sin embargo, estemos “sonriendo al dolor” o no, hay un sentimiento intangible de condena en nosotros cuando pensamos que nuestros sentimientos no son conocidos. Esa condena es tan usual, tan común, que no la vemos como una condena. Pero lo es. Les ha sucedido a muchos, muchos hombres y mujeres. El propósito de este ensayo es estar más en contra de ella.

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